miércoles, 16 de septiembre de 2009

Teoria de IRIS ZAVALA


Datos biográficos e introducción a la obra de Iris Zavala
Iris M. Zavala nació en Ponce, Puerto Rico, el 27 de diciembre de 1936. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Puerto Rico y Doctora en Filosofía y Letras por la Universidad de Salamanca. Narradora, teórica de la cultura y ensayista, ha impartido clases y cursos en Puerto Rico, México, Estados Unidos de América, Utrecht-Holanda (Cátedra de Literatura Moderna), Italia, Alemania, España (Cátedra UNESCO, Universidad Pompeu Fabra, Barcelona), y en la Cátedra Ramón LLul (Mallorca), entre otras. Dedicada a la historia política, se ocupó de la masonería y los socialistas utópicos, de la historia literaria –participó en cuatro historias en las que coordinó la historia de mujeres. Estudió el modernismo, puede decirse que ése ha sido uno de sus hilos conductores, siempre preocupada en lo que escribe cada época, cuál es su letra y la retroactiva que la lee. Ha hecho estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz, Quevedo, el barroco y el neobarroco americano, pero no se desinteresó de la literatura popular. El carnaval, el bolero, el humor es su puente.
Si a cada autor le corresponde su localización epistemológica, a esta productora incansable de textos críticos y de deseo sólo se le oponen el síntoma contemporáneo del goce y la compulsión a la repetición inútil del trauma.
Zavala es una de los pocos intelectuales de hoy que, lejos de los academicismos estériles, ha decidido luchar con su quijote de la mano del humanismo de Unamuno, siguiendo la brecha interpretativa de la palabra de Bajtin, y lateralizando la lectura de los textos sobre la base del revisionismo freudiano de Lacan. Como teórica de la cultura, Zavala no pretende mejorar el mundo. Demasiada sabiondez, prefiere que fluya el valor de la historia y que, solas, vayan cediendo las sempiternas tensiones del entramado del tiempo. Iris Zavala, humanista, confía en el sujeto aunque este se encuentre barrado por el lenguaje; es ése el motivo de su palabra activa.
Una de las características sobresalientes de su pluma empedernida, es que la expansión de sus conocimientos e intereses no ha dudado en transitar distintas escuelas estéticas en el tiempo, aunque ninguna ha ido invalidando a la otra, sino complementándose. Desde su tesis doctoral Unamuno y su teatro de conciencia, publicado en Acta Salmanticensia en 1963 hasta hoy, el recorrido teórico de Zavala no ha dejado de sostenerse en Unamuno, pero se agregaron los filósofos del lenguaje Bajtin y Voloshinov. Lacan ha contribuido a su teoría del sujeto y a la articulación entre inconsciente y lenguaje.
Es que tal vez, a sabiendas de la histeria –hoy neurosis destronada en los protocolos de la salud mental que prefieren, además, relegar el inconsciente–, esta pensadora se empecina en darle espacio adecuado a la función subconsciente de la psiqué política, que revela lo que se oculta a diario con inútil y denodado esfuerzo. Pese a que descuella en la contemporaneidad la supuesta rigurosidad de la obsesión hecha “ciencia”, convertida a veces en el burdo número estadístico o en el aplaudido discurso sistémico de quienes pretenden arrogarse hasta el discurso de lo femenino (como si hubiera una sola mujer que fuera todas las mujeres), Iris Zavala se mete de bruces en la oscuridad profunda de lo humano, que no le es ajena nunca.
Feminista, nos dice sin embargo –más allá de la universalización que proponen los estudios culturales–:
La mujer es una imposibilidad lógica; ella no se sitúa en lo universal. La mujer en su diferencia significa, a su vez desestabilizar los universales, cuestionar al Amo. Su función es descentrar el conocimiento, no totalizarlo, la suya es una posición acéntrica, exotópica, es la visión del otro, el pensamiento del otro. Lo que deseo subrayar ahora es el derecho de las mujeres a ser “trabajadoras de la cultura”, el derecho de la mujer a autorizarse, a construir mundos de saberes, a civilizar. Propongo el diálogo para “civilizar” y sino erradicar, al menos aminorar los efectos terribles de la paranoia que nos habita, el discurso de la violencia con sus desvaríos psicóticos y su feroz delirio, signo y marca de buena parte de la cultura actual. ("La mujer y la labor").
Cuando la autora estudia la poesía de Rubén Darío –Bajo el signo del cisne– busca aquel signo que subvierte, deconstruye su lírica y refiere a un “tú” dariano –el otro de Lacan–, que define al sujeto de la enunciación poética, también en el sentido de Benveniste; aunque se basa además en la teoría foucaultiana del saber para buscar en el signo del cisne al imaginario social porque considera al humano como eminentemente colectivo. Todo este entramado de fin de siglo es el centro de su Colonialism and Culture. Hispanic Modernisms and the Social Imaginary, 1992.
Pese al reconocimiento político del inconsciente, Zavala se aleja de lo que “paratodea”, expresión que utiliza Lacan para referirse al conocimiento sistémico del sujeto fuera de la relación que se establece entre analista y analizante, al interesarse en los vaivenes históricos que sufre la lengua a través del habla y de la lalengua. No por casualidad se ha ocupado del bolero como un “lenguaje fascinado por lo que no está, por la ausencia, o por lo que está intentando ser; es, como lenguaje del conocimiento, una aspiración llena de grietas por las cuales se escapa el deseo” (El bolero. Historia de un amor 112).
Por eso Zavala huye del canon, y desde Novalis y las teorías románticas de Jena, nos enseña que el sujeto apenas balbucea privadamente dentro de un lenguaje público que comparte con el otro, el que lo desestabiliza a aquél en su presunta autonomía. De ahí que estudie el valor de la hiancia y la ironía. ¿Qué otra cosa es la vida misma que un eterno juego de posibilidades entre lo propio y lo ajeno? Es que la histerización propone una apertura al otro y un cambio de posición del sujeto en el discurso, circunstancia que no se observa en otras neurosis. Sin embargo, en este siglo que trascurre, la sustitución del goce reprimido por otro goce es lo que anuló lisa y llanamente la sublimación, que permite satisfacer al yo sin reprimir, pues sublimar es recorrer la pulsión en torno a un punto de vacío constituido por el objeto pequeño a (objeto a) (Recalti, Massimo: La sublimación artística y la cosa: 69; v. Lacan, J.: Seminario XI, “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”; Lacan, J: Écrits –VII– Subversion du sujet et dialectique du decir dans l´inconscient freudien: 804/805).
Las articulaciones del sentido literario con el psicoanalítico encuentran en la última época de Zavala su máximo exponente. La fuga del sentido es un real, el objeto perdido del lenguaje, en la terminología lacaniana: un objeto a. Lacan se pregunta en su clase del 9 de marzo de 1976 (seminario 23) cuál es la relación del sentido conforme el tiempo, y como representarlo requiere de movimiento, contesta: el devenir. El devenir es heraclíteo, por lo que el sentido nunca se encuentra cautivo en el yo. Irrumpe cuando se suspende la cadena significante, y adviene en el trabajo del análisis del uno-a-uno aquello registrado mnémicamente en el inconsciente merced a una especie de trabazón corporal, para reconstruir aquella cadena en una suerte de lectura retroactiva. El sentido, psicoanáliticamente hablando, se piensa en la acción misma que significa. No hay un cerramiento, pero sí una libertad que hace al sujeto responsabilizarse éticamente ante sí de aquello que antes no alcanzaba a nombrar.
Zavala no alude al signo literario –en el sentido semiótico positivo– sino a una constante de significación, a un proceso que se va depositando y recreando vivamente en la historia hermenéutica de los textos por varias capas. Siempre hay una obra incompleta que se comprende mejor hacia atrás, pues en definitiva la palabra porta su propio silencio. Iris Zavala refiere a este vacío existente entre la cosa y el nombre y apunta hacia él:
Y así pasó el tiempo. Creí que nada, nada nos separaría nunca. Me separé yo el día que me fui… O soledad que a fuerza de estar sola/ se siente de sí misma compañera… Y de pronto –el amor cesó. No, no cesó, se transformó en su envés… horror vacui. Horror a la nada, la nada que sería el espacio sin ti. La deslumbrante luz que rodea el temor, el temblor… El dolor más amargo era esa nada”. Y en su ensayo El rapto de América y el síntoma de la Modernidad”: (2003: 293/294), “El discurso médico, el discurso religioso y el discurso legal basan su explicación para un mismo acontecimiento que entrelaza varias tramas, en la fascinación y el horror de esa “histeria” que anda suelta por las calles. Y el fantasma de la mujer libre (…) corre por las calles. No existe ninguna laguna en los relatos; pero si la historia (como nos recuerda Paul Veyne) se compone de “endechomena allos echein”, de “cosas que podrían haber sido de otra manera, hemos de dudar de la historia determinista, y pensar este “reino de crímenes y castigos” como un relato más de la urbe moderna. (Percanta que me amuraste 105)
¿Qué sucede con el discurso de lo social que no se anima a incluir el caos? Aquel que etiqueta, cuya herramienta primordial es la metonimia. Ese es el discurso del que criminaliza fácilmente, pero también del que despenaliza para sacarse los problemas de encima. Como si un “pánico” moral nos acosara, pocos se atrevan a elucidar que el etiquetamiento jurídico no opera nunca en abstracto sino sobre las espaldas de lo propiamente humano. Edipo Rey ha hecho suficiente docencia acerca de cómo eliminar la epidemia. Edipo, el parricida incestuoso, que no obstante puede enseñar sobre el antídoto, pues podría salvar a Tebas, continúa siendo mirado por Occidente como Job. Y lo humano es lo que se alcanza a vislumbrar en ensayistas como Zavala, quien escribe sobre una cierta historia de la infamia en El rapto de América y el síntoma de la Modernidad, 2001
Su obra no necesita perderse en la maraña del concepto de “libertad”. Porque la libertad es fundamento de su escritura, no es un bien, un valor que deba ser dicho sino un presupuesto que recala en la historia y se centra en el sujeto aquel que no sabe, pero intenta saber (he ahí la diferencia entre deseo y goce: cuando prima el goce se quiere más bien no saber). La pregunta que se nos aparece después de leer sus ensayos es si se ha dejado resquicios suficientes para que Occidente se interrogue a sí mismo a partir de su significante más caro: el humano. Y no estamos hablando de un humanismo ingenuo o erudito, europeo. Pues Zavala inscribe sus ideas en el cuerpo social latinoamericano. ¿Cómo no hacerlo si es insular y borinqueña?
¿Qué significa, epistemológicamente hablando, haber nacido en la isla de Puerto Rico? Allí, donde el horizonte a la vista hace extinguir el tiempo cuando el mar Caribe desafía la noche. Si se vive en una isla como esa, la existencia de tierra firme al otro lado de la playa –un continente que invita también a construir y construirse–, logra que la mirada vuele aunque continúa puesta en la isla. Su rutina deviene del agua que renueva.
En la narrativa de Iris Zavala aparecen la guayaba, el merengue, su bolero, las tías Engracia, Josefa Olalla y Trinidad –personajes de volumen–, madreselva y coral. Sus textos constituyen una poética centroamericana, pero también revelan una viva erudición (a pesar suyo porque ella no busca protagonismo alguno), que contrastan con la mirada franca de dominio que conoce a fondo los territorios del carnaval y de la ironía.
Puerto Rico es también una lengua inglesa que trastabilla, “estás empty” –diría Zumba, alguna vieja caribeña o cualquiera que te zumba al oído, cansada del disfraz de la felicidad y bienestar norteamericanos, un relato de supuesta armonía cuya perfección ¿encubre qué? Por su isla natal pasaron “un ángel vestido a la última moda” (Zavala, El libro de Apolonia 22) y el almirante Hendrick, quien había advertido a sus marinos de las ninfas desnudas y el mal francés, aunque no supo éste de la receta de lima con ron que usó Nelson en Antigua y Barbuda para evitar el escorbuto. Algún lugarteniente español insistió en solicitar licencia para llevar negros al trabajo, como sucedió en Santo Domingo, en la Nicaragua del continente y en Jamaica. (Los negros valían azúcar y los indios, el oro).
“El Caribe”. Metonimia que resume apenas toda una pluralidad sincrética de misterio latente. Se llega allí, y la gente nunca termina por conocerse aunque las orquídeas y los copetes crezcan a la vera del camino como si se tratara de los yuyos de la pampa. Montaña y selva, cadenas de islotes con playas blancas o rosadas expuestas al sol –testigos de unas caras hurañas y amables, variedad de idiolectos alegres, de pájaros libres y audaces y de peces multicolores–. Cuba, República Dominicana, Barbados, Bermudas, Antigua y Barbuda, Martinica, Guadalupe, Haití y tantos países e islas más –filas enteras de caseríos y arrecifes, alguna vez recorridos por corsarios y piratas, conquistadores y contrabandistas, filibusteros que se refugiaban del mar o que permanecían en sus barcas, atemorizados por un mundo nuevo–.
Una isla es un finito que huye del agua sin poder prescindir de su rutina. Se tiene siempre a la mano un caos de silencios, y el desafío está en el otro que se registra en la ausencia y más allá del horizonte marino. No es casual, pues, que Zavala forme parte de una realidad múltiple que brama su verdad mediante el canto literario y la asociación interminable de textos e ideas, con un saber que nos desborda.
No se puede evitar que el agua acose a la orilla. La obra de Iris M. Zavala constituye casi un hipertexto, que abreva en la cultura ancestral y lentamente se acerca al tiempo para erosionarlo con la pasión de sus ideas y de un sentido todavía sin descifrar (no porque no esté sino porque todavía permanece en la opacidad del inconsciente).
Su poética en Kiliagonía (1981), y Que nadie muera sin amar el mar (1983), y en el juego histórico que aborda en El libro de Apolonia o de las islas (1992), en Nocturna mas no funesta (1987), y aun en ensayos semióticos de la envergadura de Bolero. Historia de un amor (1992, 2000), o en Leer el Quijote. Siete tesis sobre ética y literatura (2005), revela un punto de vista de hibridación y mestizaje, que sólo encuentra parangón en el embrollo del barroco. Aquel que, lejos de designar un estilo imperfecto o irregular, refería a la singularidad y extravagancia de su espíritu artístico. Es que según reza la cita de Bajtin glosada por Zavala al comienzo de su ensayo sobre el Quijote, “no existe nada muerto de una manera absoluta: cada sentido tendrá su fiesta de resurrección”.
Barroca y excesiva en su saber, aunque se detiene con singular precisión en los bordes de la lalengua para, junto al habla, hacerle frente a la lengua parmínedea, Iris M. Zavala es una franca representante de Puerto Rico, del Mar Caribe y de todas las Islas. Su reino empero es de este mundo, entre los excluidos de la globalización no dejan de estar los borrachos de la quinta avenida neoyorquina ni los sedientos de África.
Es que Iris Zavala es la escritora moderna del real lacaniano, aquello que todavía no se nombra; de consiguiente, sin retorno posible tras la lectura de su obra, expandida en un rizoma dialógico y retroactivo y de una abundancia imprescindible. ¿El tábano de Sócrates?
El diccionario de Furetière definía en el siglo XVII el término “barroco” como un concepto de joyería que se aplica a las perlas no perfectamente redondas. Pienso en el real de Zavala y pienso en el real de la literatura maravillosa de Alejo Carpentier. Este, cubano; aquella, puertorriqueña. Zavala es barroca y profunda: en sus textos de la memoria dialogan la audacia renovadora de San Juan de la Cruz, los de la monja de Asbaje, y no le deben de ser ajenos los patios mudéjar de Salamanca, las columnas redondas del claustro de la Clerecía, el estilo de los hermanos Churriguerra ni la vehemencia de los indígenas que contribuyeron con su talento artesanal a recomponer la temprana inventiva arquitectónica de los colonizadores españoles.
Los lectores de Zavala nos la imaginamos, sin respiro, en un nudo histórico borromeo que se actualiza todo el tiempo en la cinta de Moebius –las dos caras paradojalmente opuestas de un todo inacabado que convoca a ser leído al infinito porque puja por salir, pero se resiste–.
La obra de esta pensadora se encuentra muy lejos de conformar un ideal de pasado. Propone una lectura retroactiva de la historia (Winkler, “Iris Zavala 214) y en todos sus textos hay polifonía, una pluralidad de voces. La dialogía aparece incluso entre narradora y narrataria: “Tú, ¿quién eres?, pensaba… No eres quien eres, no eres lo que yo creía que eras, sobre todo cuando comenzaste a gruñir en lugar de hablar. Poco a poco, sigilosamente, comenzó a abrirse el agujero negro, la entropía… el desorden” (Percanta 57).
Su ensayística destierra el goce y se anima a la metáfora. Dice sobre esta:
La metáfora ejerce una “trasgresión” sobre la estructura significativa del lenguaje. Su papel no sólo sustituye una palabra, sino con “lo no-dicho” (Bajtin), o “lo que está oculto para el espíritu de una época”, la metáfora no sólo es un recurso retórico que enriquece la pobreza del vocabulario al uso, también da consistencia al componente discursivo para no producir un sentido unívoco. Si se vincula a la metáfora con la teoría de la verdad, ésta nos somete al vértigo de no tener “verdades acabadas”; pero la metáfora representa una de las principales condiciones semióticas para la “generación de crítica”, por lo que tiene una importancia clave en el desarrollo de la “responsabilidad hacia la vida”, sobre todo, si consideramos que los tiempos de radicalización de la racionalidad instrumental están impidiendo los espacios de la crítica, tal como apunta Víctor Mendoza en su Metáfora: Racionalidad comunicativa y responsabilidad ética (Razón y palabra: 35, 2003). Y ya sabemos, desde Derrida, que la devaluación de la metáfora tiene que ver con valores de verdad, claridad, seriedad, responsabilidad, valores que se oponen al juego seductor e irresponsable de la ficción, al fingir del artista”. (“La impudicia y lo obsceno”).
Es la metáfora del teatro de Unamuno, que reintroduce el papel activo del otro en el proceso discursivo y que esta escritora considera como parte de una premisa que permite hablarse a uno mismo en distintos lenguajes, la “metáfora epistemológica” (Unamuno y el pensamiento 76). En definitiva, para Zavala la metáfora no es sólo una figura retórica sino una función esencial del lenguaje.
Su pensamiento actual, semiolingüístico y lacaniano, ha instalado un nuevo puente entre lo que Laurent Bloch dio en llamar como “lengua de servicio” y “lengua de cultura” y sobrevuela a sus anchas las distintas regiones del arte y de la cultura. En Bolero. Historia de un amor –una precisa y suculenta investigación semiótica– hay sinestesia, lujuria y cruce de lenguajes: el tono musical del bolero susurra entre las fuentes textualizadas como un híbrido representativo de una jugosa visión de profundidad devastadora. Están presentes la lógica del amor cortés (18), el monólogo ambiguo descubierto por la autora a través de la economía simbólica de los distintos signos tópicos que, más allá de una pura retórica, resultan comparables con la musique avant toute chose de Verlaine (57), la música modernista por excelencia.
Zavala también es moderna, tomado el modernismo como un síntoma –una imposibilidad de asumir acabadamente lo simbólico–: "(…) ya es imposible mantener ni siquiera una fe pascaliana en el universo simbólico anterior y su red de sentidos. En todo caso cada término evoca síntomas y síncopas precisos de la cultura que recuperan un capítulo de tensión estético y ético que deja su lugar a la independencia de la palabra” (El rapto de América 13). Por eso, descentraliza y compara el fetichismo de la mercancía de que hablara Marx en Das Kapital, Libro I, con la histeria de conversión a que refiere Žižek en Arriesgar lo imposible, 2006, entre otros textos, cuando estudia la globalización del nuevo capitalismo posmoderno. Es decir, la sustitución de las relaciones sociales por las relaciones entre las personas y las cosas, las que a su vez se representan a sí mismas obviando a las primeras. La lógica contemporánea de los objetos, que prácticamente extinguió el nombre-del-padre y pretende forcluir también al sujeto, poner en riesgo su subjetividad, o más bien hacerle creer que el Otro simbólico (en cuya construcción semiótica no participó) es su yo real. (Demás estaría decir que este Otro, que no es el otro real/Real, es apenas un simulacro especular y mediático del otro, el cual tampoco interesa o sólo aparece disfrazado de demanda, debido a su desatención en el sistema social y político.)
El hombre para Freud es ambivalente: la belleza esconde una aterradora fealdad. La belleza desordena –dice Lacan a propósito del filósofo de la sospecha en Acerca de la causalidad psíquica 84 cuando alude a la fascinación siniestra del alma bella comparando a Molière con las mundanas complacencias–. Esto es lo siniestro, el doblez que Zavala acomete en sus textos sin vergüenza. Los seres humanos, imperfectos y castrados, nos debatimos entre pulsión y nexo, atracción y repulsión. Aquí encontramos la huella de Empédocles de Acragas. Cuando esta pensadora alude a la escritura de Juan de la Cruz, dice –entre otras cosas–: “Para mí la paradoja es que Juan del “no-todo” está en la poesía, creación de un sujeto que asume un nuevo orden de relación simbólica con el mundo. (...) El cambio de enunciado cruza la línea que separa lo interior de lo exterior, lo cual crea un efecto en el orden simbólico. No es una aseveración, sólo una hipotética línea de fuga para repensar lo que significa un enunciado”. Lo dice en su artículo “El cuerpo de escritura" (12-13). Alusión a un mundo psíquico –mundo interno y a un mundo externo– el del otro.
Zavala también refiere a las pulsiones de muerte, libido de los excesos, en Leer el Quijote, (35). Y escribe: “Ética y estética al servicio del apaciguamiento del goce son la fuerza de este texto [refiere al del Quijote] que necesita crear un complejo mundo femenino para revelar sus resortes internos”. En este texto del Quijote compara el amor cortés (amor sin culminación) con la relación sublimada (56, 58-59). Destaca la diferencia entre el goce y el placer, este último perteneciente al Marqués de Sade. El placer pertenece a la zona de las certezas, al dominio del yo autónomo sin el otro, al del caos, al de Tánatos. El amor cortés convirtió al sentimiento amoroso “en una virtud comparable al honor, así la mujer se transformaba en el soberano, y el amante, en el vasallo” (65). En definitiva, de todos los engaños, el mejor es el del amor, porque “la realidad no es un problema, la certeza sí lo es” (69).
Si Iris Zavala invita a su lector a dejarse llevar por el riesgo de la locura, lo hace porque intuye que ésta precede toda genuina invención del saber, es la última jugada libertaria. Pero la locura de que habla Zavala es la del nexo, no la que pulsa a Tánatos.
Siguiendo a Demócrito, Freud encuentra que una manera de acceder a significaciones vigentes retroactivas es a través del inconsciente, el reino del Ello, a diferencia del mundo del yo y del superyó, estructura que revela la tensión entre lo que se es y lo que se desea ser, conforme el paradigma familiar y de época –concepción doméstica del deber ser. Freud estudia la repetición como el elemento intrínseco del aparato psíquico, una función constitutiva que se duplica por el incumplimiento de un deseo. Es estática y encubre una dinámica que trata de romper lo que, dado oportunamente, se intenta quebrar. Lo paradójico de la compulsión a la repetición es que, al ser estática, la neurosis no cesa, porque el peso de la represión impide nuevas formas creadoras de simbolización. Compulsión a la repetición –Wiederholungszwang. Pero como bien indica Freud, en el Cap. II de Más allá del principio del placer, no hay que confundir la compulsión con la resistencia del inconsciente. El inconsciente reprimido no se resiste: “no tiende por sí mismo a otra cosa que a abrirse paso hasta la conciencia o a hallar un exutorio por medio del acto real, venciendo la coerción a que se halla sometido”.
Iris Zavala también incluye como parámetro hermenéutico a la Wiederholungszwang. Lo hace en “Sísifo, América y la repetición” (2001), y en "Memoria, olvido y el carnaval del mundo”. En "Memoria, olvido...” habla del vampiro, del personaje fílmico de Murnau, aquella famosa versión expresionista, actualizada hoy a través de los snuff o del arte feísta. Los textos se repiten. Los personajes repiten la compulsión a la maldad como mutilación de lo posible. Otra vez el malestar en y de la cultura, el malestar de la memoria.
En “Sísifo, América...”, Zavala une esta compulsión a la idea de destino, como manera particular por la que los significantes del sujeto se apoderan de las circunstancias del azar de su vida, para lanzarlo a la repetición, forma también de evitar la intersubjetividad y la esperanza. Relaciona la Wiederholungszwang con el desgaste y la caricatura, el grotesco del fracaso histórico de Occidente.
Iris M. Zavala, al lúcido decir glosado de Julia Manzano, quien recuerda a Juan Ramón Jiménez, es de momento una peninsular de la otra orilla (145). Hoy su mirada no se genera geográficamente desde la isla de Puerto Rico, pero se halla sempiternamente localizada en ésta, en su corazón y episteme. Su lengua es la lalengua del inconsciente político lector. Léase cómo habla de Colón a través de Rubén Darío en El rapto de América…” (173). Alude a un poema alegórico y entimémico, lo compara con un nudo borromeo, cercano a la intersubjetividad.
Para esta pensadora, seguramente, el lazo social lacaniano presenta unos bordes semióticos más realistas que el concepto sociológico disponible contemporáneamente acerca del otro:
Ya hemos dicho que es testimonial y que es palabra fundante –se refiere a la pluma de Darío–, también que se levanta contra la esclavitud y la servidumbre, que va del sujeto al otro, y en cierto modo de lo simbólico a lo Real, sujeto, yo, cuerpo y en sentido inverso, hacia el Otro con mayúscula de la intersubjetividad, el Otro que no miente, que siempre está en su lugar” (Darío 173).
Si se trata de comprender de dónde provienen las ideas, qué climas y geografías las engendraron, daríamos cuenta de que cada pensador pertenece a su espacio. Pensar en la organicidad entre lengua, cultura y territorio, “sería sólo posible dentro de la epistemología colonial/moderna, que separó el espacio del tiempo, fijó las culturas a territorios y las localizó atrás en el tiempo de la ascendente historia universal de la cual la cultura europea (también fija a un territorio) era el punto de llegada y de guía para el futuro” (Mignolo, “Espacios geográficos y localizaciones epistemológicas"). Iris M. Zavala, siempre preocupada por América por hispanista hispanoamericana, habla de las paradojas de la trasculturación. Incluso cuando refiere a esta palabra, es para vincularla a las culturas latinoamericanas (“The paradoxes of transculturation”. 1). Es que latinoamericana por excelencia, ella sabe –parafraséndola– la forma en que viste, en que come, en que mueve su cuerpo, en que ama (1-2). Su patria es su lengua: la lengua castellana, pero su lalengua son el bolero, el carnaval, América. Estamos enfermos de lenguaje –la parafraseo nuevamente– y ella parafrasea a Freud. ¿Es Zavala europea por abrevar en Lacan y en Freud? No porque ella habla de la diáspora de 1492 y si bien encuentra a los nómades en el Quijote (3), no abandona nunca su naturaleza insular:
La trama discursiva que llamamos Latinoamérica está tejida de exclusiones y segregaciones, desde que se esgrime el tropo del canibalismo en las Antillas para distinguir las otredades étnicas segregadas, y luego para cartografiar los nacionalismos latinoamericanos y las identidades criollas. (“Sísifo, América y la repetición” 17)
Zavala descentraliza la lectura desde la colonia para comprender el post colonialismo actual, que lo que menos necesita es la incomprensión del prejuicio. Es más fácil desmontar un átomo que un prejuicio, dijo Einstein alguna vez. Zavala intenta descentrar el conocimiento para imbuirlo de un saber que abarque la mayoría posible de los textos acumulados y reescritos en el tiempo y que nos libere de los corsé de los conceptos supuestamente objetivos. No hay literalidad, ni en los palíndromos, y juega a sabiendas de esto mediante el imaginario como el aliado ideológico más noble.
El pensamiento zavaliano, desde distintas vertientes de la teoría crítica y del psicoanálisis, acomete una revisión textual en perpetuo movimiento. Fértil e insular, esta hispanista del mundo ofrece una nueva alternativa para la cultura, imbuida de los cisnes darianos (Rubén Darío bajo el signo del cisne 62 y s.s.), del fuego sagrado de Zeus y de otros dioses y personajes míticos griegos. La historia literaria es un mancomunado esfuerzo por lo imposible mientras no exista una auténtica Hispanoamérica: “Si es historia fingida, terminaré con Roa Bastos, confiando que abra la imaginación al espectro incalculable el azar tanto en el pasado como en el futuro. Que abra la realidad al tejido de sus oscuras leyes” (Zavala, El rapto de América 132).
Si la significación lleva implícita una imposibilidad de lo real, Zavala es hoy enteramente lacaniana. Su obra jamás podría reducirse a una escritura del síntoma. Sus letras apuntan a lo real. Polifónica, ha logrado estatuir un puente articulador entre el psicoanálisis y la literatura, la filosofía y el lenguaje, lo social del sujeto y lo privado de lo público, como resistencia –lo subjetivo– a un mundo en el que el ser humano sólo está compelido al goce y al que hace tiempo se le negó el valor transformador de la metáfora.

Iris Zavala teórica
Zavala, en su ensayística, tiene presentes la historia de las ideas, la historia de la cultura, los estudios transdisciplinarios, el feminismo, la semiología de Barthes, el deconstructivismo de Derrida, la ética de Spinoza, el psicoanálisis, la filosofía, la lingüística, la ideología y el materialismo dialéctico de Marx, los estudios sobre la ironía de Kierkegaard. Su cabeza latinoamericana ha recorrido las bibliotecas del mundo, aunque pueden identificarse, a mi juicio, tres épocas en la teoría y ensayística de Zavala. La de Unamuno; la de Bajtin; la de Lacan. Entremedio todos los textos, los mitos, la historia, la arqueología foucaultiana, la genealogía nietzscheana, el materialismo dialéctico, Aristóteles y Machado, Espinoza, Nicolás de Cusa, Juan de la Cruz, la monja de Asbaje y Ayala, Darío, Borges, Cortázar, Beauvoir, Sartre, Deleuze, Guattari, Barthes, Baudelaire, Dante, Mallarmé, Paz, Baudrillard, Alejo de Carpentier, el tango, el bolero, el carnaval, los sueños ¿deben continuar las citas?
Antes de Lacan, cuya influencia es decisiva a partir de 2000 (Vicente Hernando, “Las raíces de una escritura" 86), Zavala se ve influenciada por el “Giro lingüístico” y algunas vertientes semiológicas que utiliza especialmente en sus investigaciones (Bolero. Historia de un amor y Rubén Darío. Bajo el signo del cisne).
No obstante, no puede decirse que Zavala haya pasado del humanismo a la filosofía del lenguaje y de éste al psicoanálisis porque, como dije, todo confluye en su teoría crítica, si es que puede hablarse en Zavala de una teoría crítica, pues esta huye del canon y de los modelos epistémicos.
En Unamuno y el pensamiento dialógico, esta pensadora se encarga de descentrar el conocimiento, ubicarlo en la sospecha y desplaza lo metafísico hacia lo dialógico:
La disposición mental de Unamuno constituye en este sentido para el pensamiento contemporáneo, esta fuente renovada de posibilidad inagotable. La conciencia en relación dual y agonística; en duelo enigmático y reversibilidad inexorable; un algo, y un dónde, espacio lleno de movimiento con ondulaciones concéntricas y significado abierto, no confinado por relaciones de fuerza ni de poder, incluso aquellas más inmediatas y locales. (127)
Si algo debe destacarse de esta obra es el tratamiento de la metáfora epistemológica que hace Zavala, que va a recrear y actualizar después en otros textos, vgr. en “La impudicia y lo obsceno en la cultura”, pensado sobre la base del seminario 17 de Lacan sobre el reverso del psicoanálisis, la vergüenza y el valor de la palabra.
Y continuará destacando la valía del andamiaje crítico de Unamuno en tanto este desestructura “la falsa unidad de la monodia, en su perspectiva clásica y racional que impone al espacio una estructura unitaria” (73). Pero ya atisba en este texto el otro de Lacan, destaca del filósofo la inserción del otro en el proceso expresivo para reorientar al lector en una lectura dinámica, política, activa. Tómense los ejemplos que siguen de su obra.
En Rubén Darío. Bajo el signo del cisne, Zavala deconstruye y reconstruye el signo del cisne valiéndose del texto del poema “Los cisnes”, de su avant texte y del sub texto, hereda aquí la concepción de Taranovsky y adapta algunos cuestiones de Chomsky acerca de las capas textuales (especialmente en la página 39 y sus notas).
Alude a lo que denomina “lector omnisciente”, cuya función lejos de ser atemporal es política, pues lleva a cabo una reconstrucción del proceso escritural al remover los estratos con distintas posibilidades históricas y de decisión. Considera que el manuscrito que consulta de Darío “emerge como un palimpsesto dialógico, de voces y enunciados, en un sistema de trabajo activo de producción y generación de signos, del cual el autor(a) es al mismo tiempo emisor/receptor de sus propios códigos: un “yo” y un “tú” que se confrontan a sí mismos. El manuscrito se podría describir como un texto con una realidad dual” (38-39). Y agrega: “Podríamos acumular más ejemplos y definiciones; todo este entramado apunta al intercambio semiótico/social entre el emisor, la sociedad y la historia” (134).
Concluye el carácter modernista de Darío por la distribución de una economía significante que remite en el imaginario al plano de la identificación de los pueblos vencidos –ese es su “yo” lírico–. No obstante, se considera del caso advertir que la terminología referida a lo real, imaginario y simbólico es permanentemente utilizada por la autora en el sentido lacaniano de estos términos, sin perjuicio de su distinta combinatoria posible.
En “Escuchar a Bajtin”, Zavala propone un recorrido dialógico de la cultura y reniega de todas las hegemonías del signo. Por eso incluye en sus reflexiones a los cultores del paradigma de la complejidad y nombra a Heisenberg y Prigogine (100). Insiste en la multiplicidad y en la entropía, y se basa en Walter Benjamin para insinuar la existencia de ciertos estropajos de la cultura. Zavala rebelde. Se encarga de la diferencia, como lo hizo Bajtin, entre mero diálogo argumental y dialogismo –anillo discursivo este último con el que los textos interactúan en una suerte de pregunta primera, inicial: ¿es la palabra referencial? ¿O más bien no es aquélla una clave de orientación hacia lo no verbal, de vida propia? Es que la palabra no nos pertenece, es común en tanto compartida, y basta sólo un nombre para comenzar a jugar en contexto, con capas semánticas fusionadas en el tiempo que no es posible apresar siquiera en los diccionarios. Zavala sigue a Bajtin y a Voloshinov, para quien la obra literaria nunca es inmanente, al pertenecer ideológicamente a la historia de una época y a la historia. Está lejos, por tanto, de las conceptualizaciones estructuralistas o modélicas (Greimas, Eco) aunque no se desinteresa de las teorías de la recepción (Jauss):
La empresa de constituir una nueva hermenéutica hacía inevitable una discusión seria del “lector/receptor” –ese destinatario, copartícipe u Otro que los escritores increpan, adulan y cortejan en sus textos y prólogos: desde el “amigo vulgo” al “hypocrite lecteur, mon semblant, mon frêre”. En suma: en la década de 1970 “el lector” se impone, y en la de 1980 reina. Lo que poco a poco va surgiendo es una corriente de teoría de la comunicación que identifica sobre todo un emisor y un receptor; en definitiva, un hecho literario que se determina por una comunicación y una situación de lectura”. (177)
Sin embargo, aun escuchando a Bajtin, no se olvida de Roland Barthes ni de Michel Foucault (179 y s.s.) porque alude a las legibilidades ocultas del texto –aquella intertextualidad de Julia Kristeva a la que cita incluso (180). Cuando se lee este ensayo sobre Bajtin otra vez surge la provocación de Zavala, en el desgaire del tono y en la expresión concreta sobre Occidente cuando remite al bolero y los culebrones:
Las re-acentuaciones y reposiciones de la lengua amatoria occidental (en sus cruces con el mundo oriental, como es sabido) abrazan milenios de producción cultural de los cinco puntos del globo y, casi me atrevería a sugerir, que es un imaginario anti-realista (en el sentido preciso del término; es decir, anti referencial), trazo que comparte con la revolución de la modernidad/modernista. El texto maestro inscrito en esta música no es sólo celebratoria de transgresiones y seducciones, de proyectos sensuales y sexuales, sino además –y leída como palabra bifocal– es una desmitificación crítica sobre la “barbarie” y el ars amandi de la bruta animalia; no debemos olvidar su acontecimiento preciso de expresión mestiza y mulata. (215)
En Bolero. Historia de un amor Iris Zavala no solamente hace historia del bolero sino que canta el de ella, en medio de una investigación semiótica suculenta en la que están presentes el híbrido (hay también poética, gráfica y autobiografía) como desafío descentralizador aun en esta cuidadosa recopilación y estudio semiótico, que incluye gráfica, fotografía, letras y dialogismo hasta con Maurice Chevallier y Marilyn Monroe, a la que le niega rotundamente su canto, pero con la ambigüedad de incluirla potencialmente en el título primero (“Si Marilyn hubiera cantado boleros…”, 13).
Ambigüedad, androginia, amor cortés, prosodia, prohibiciones, humor. Todo eso va apuntando Iris Zavala en este bello libro de 229 páginas, que pone su nota de humor y excentricidad al dejar inscrito en la expresión del año de impresión del rito el pequeño dibujo de una pareja danzadora y en los dichos de “acabóse de imprimir este libro el 30 de abril del año 2000. Solamente una vez se entregó el alma con esta dulce y total renunciación”. Que un semiólogo agregue una pizca de humorada a su trabajo es poco visto. Difícil también de encontrar un intelectual que se ría de sí mismo, sobre todo cuando encalla en la supuesta objetividad del número estadístico.
El bolero, con las paradojas de sus letras, emblema simbólico de la arqueología sentimental de los primeros tríos musicales de Cuba, Puerto Rico y México, ocupa en este edificio sólido que construye Zavala un lugar preciado, que demuestra que la semiótica puede hacer sus propuestas también con relación a la vida cotidiana al erigirse en herramienta que desmonta tropos y prejuicios (65-67). Se han trascripto letras, los grandes éxitos, los boleros de Agustín Lara, hay ilustraciones que acompañan el texto y un estudio acerca de las representaciones sociales femeninas en el género, a través de abundantes sinestesias y metáforas que la hacen compararlo con la literatura modernista.
En Sor Juana Inés de la Cruz. Respuesta a Sor Filotea Iris Zavala realiza una investigación acerca de los avatares católicos del saber femenino a partir de una carta de la monja que fuera una respuesta a Sor Filotea, escrita en marzo de 1691 en el convento de Nuestro Padre San Jerónimo de Méjico. Con abundantes citas de los padres de la Iglesia, Sor Juana dialoga en la carta (y Zavala tácitamente elogia a la Monja de Asbaje), concluye aquélla acerca de su alma decorosa y prudente, pero no deja de apuntar la insolencia de la época, que pone en boca del Doctor Arce, quien en su “Studioso Bibliorum” se pregunta si le está permitido a las mujeres estudiar e interpretar la sagrada Biblia para afirmar “In malevolam animam non introibit sapientia” [en alma fraudulenta no entra la sabiduría], (62-63).
Refuta Zavala, siempre a propósito del estudio de esa carta y en las propias palabras de Sor Juana: “A éstos, vuelvo a decir (se refiere a las padres de la Iglesia), hace daño el estudiar, porque es poner espada en manos del furioso; que siendo instrumento nobilísimo para la defensa, en sus manos es muerte suya y de muchos. Tales fueron las Divinas Letras en poder del malvado Pelagio y del protervo Arrio, del malvado Lutero y de los demás heresiarcas, como lo fue nuestro Doctor (nunca fue nuestro ni doctor) Cazalla”. (63 in fine).
En la extensa epístola que ocupa las páginas 39-76, Zavala recupera la heterodoxia y vuelve sobre la ética, como ciencia normativa de la filosofía para distinguirla de la moral, que a lo largo de la historia adoptó tres semblantes: la deidad, la naturaleza, el raciocinio. En definitiva, la autoridad puesta fuera del significante humano, desinteresada de toda subjetividad.
Afirma (p. 31) que pese a la claridad de Sor Juana, finalmente cedió en ella el deseo, pues habría vendido su biblioteca de unos cuatro mil volúmenes para la caridad, no sin desatender su conquista en medio de una sociedad que atribuía a las mujeres el único rol de madres, pacientes virtuosas, o hijas legas de Dios. Y también destaca la función simbólica que la Monja le adjudicó a las mujeres al tiempo que las nombra una-a-una: Sibilas, Minerva, Pola Argentarla, Cenobia, Arete, Leoncia, Jucia, Corina, Cornelia, musas y pitonisas (33).
Es decir, el pensamiento zavaliano si bien feminista, recala en Lacan, puesto que para ella “la mujer” es una metonimia, una imposibilidad lógica subjetiva. Está la huella de Sócrates y el pensamiento espinoziano sobre la ética, invita a pensar.
En Leer el Quijote. Siete tesis sobre ética y literatura nadie crea que encontrará instrucciones de lectura. Sí una hermenéutica literaria que desafía la supramodernidad, la llamada “globalización” contemporánea, en la que socialmente impera la palabra devaluada, la violencia, la invitación permanente al goce y la desmesura.
Las tesis constituyen una suerte de guía, múltiple e inacabada, que ronda la lectura retroactiva de Cervantes, su invención de la mujer moderna, el amor de Dulcinea, la celebración del amor cortés (siempre inconcluso), un recorrido por la mirada escópica barroca, otro por los falsos caminos de la certeza psicótica y un interrogante final: ¿ética ideal o ética de lo real?
Lacaniana, se anima a reconstruir de la mano de Derrida y escribe: “Como dice Borges en “Mi entrañable señor Don Quijote”, Cervantes era un hombre demasiado sabio como para no saber que, aun cuando opusiera los sueños y la realidad, la realidad no era la verdadera realidad, o la monótona realidad común, sino una realidad creada por él” (81). Zavala ontológica se dirige siempre al enigma, su forma de interpretar el sentido no es la del signo semiótico positivo, pero no desconoce el valor del interpretante ni de los discursos sociales. Habla de una invención colectiva (41). Es más, afirma que ya en Cervantes se atisba a toda la literatura como fantástica, al decir posterior de Jorge Luis Borges (82).

El pensamiento de Zavala en su narrativa y en su poética
Aunque interesa aquí Zavala como ensayista, el pensamiento de esta autora no se agota en sus textos teóricos sino que se ve plasmado en su propia inventiva, al desafiar taxonomías y estatuir híbridos o tender puentes de mestizaje literario (ensayo y novela, poética y bolero, filogénesis y genealogía, semiología y psicoanálisis). Se diluye siempre lo ficcional y lo académico (Bolero. Historia de un amor, un texto de vanguardia en el que se combinan, como dije, semiótica, lingüística y su propia biografía, además de una bella gráfica en la edición). O se sienta al lector de cabeza en el embrollo mismo del lenguaje en Percanta que me amuraste, cuando la gozosa sufriente se pregunta acerca de las elecciones del amor.
Tal vez para Iris Zavala no haya diferencia entre los textos académicos, la ensayística y la ficción porque lo único que persiste en su letra es un descentramiento, como si su escritura fuera la matriz donde convergen la historia y sus paradojas, toda la literatura.
Como una versión radicalizada en la ficción de la paralaje que propone el pensador y psicoanalista eslavo Žižek, con sustento en Heidegger, tanto la poética como la narrativa de esta autora nos meten a los lectores de bruces en lo opuesto, lo que subyace, lo que subvierte. Amor desesperado e histérico y disolución del yo autónomo (yo de “excepción”) en Percanta que me amuraste; aceptación de la condición humana sin los conformismos que querrían imponer los discursos disciplinares del Amo en “Barro doliente”: 66 (“No hay respuesta. / No viene de ti. / De mí misma / a mí misma / cruzaré el temblor. / ¡Soy mi libertad!/ ¡Soy mi esperanza”).
La escritura zavaliana es fundante en el sentido lacaniano del término, pues en lo único que se centra en lo imposible, y a su vez ese imposible opera como el objeto a, conduce a reunir lo disperso y a dispersar lo reunido. Por eso no hay posibilidad de modelos, su escritura no va en busca de ningún signo ni tampoco aborda metalenguajes.
La lectura a la que invita la obra literaria de Iris Zavala es transversal y resiste los paradigmas de la estética no sólo desde la historia que elige narrar y sus personajes sino por la filigrana de su lenguaje, que está abierto a las interpretaciones incluso del psicoanálisis. El otro como la alteridad obligada de una desafiante esperanza atraviesa a sus personajes y los enfrenta al abismo de su castración. Ella es el sujeto (femenino) de su discurso, si es que hay un núcleo allí para ser avistado.
La obra poética y novelística de esta pensadora pertenece a una escritura de exilio intimista con el otro, pero colectiva. Desafía, tiene humor, es dialógica y catalizadora: “La conozco a “Ella”, y nunca imaginé que pudiera ser un “Él”. La conozco a “Ella”, le dije; le he escrito… Y el tiempo sólo sirve para revelar esos jeroglíficos sexuales del universo. He dicho “Ella”: naturaleza, mujer, muerte, interrogación, enigma. Escriba usted las visiones de sus sueños…” (Nocturna mas no funesta 90). Y continúa: “La mujer no es sólo el Otro del hombre, es el Otro de sí misma” para abrirnos al interrogante femenino, que no es el del narcisismo sino el de quien subvierte un orden preguntando. ¿Qué mejor desafío al Amo que el discurso histérico? (No habla Zavala con el discurso histérico de conversión, aquel histérico propio del discurso globalizado de hoy que escenifica el cuerpo con tatuajes y cirugías suntuarias, o que corre tras las tendencias hasta en los estilos de vida para relegar la pregunta primera acerca de la prohibición y la sustituye por la mera demanda.) Ni siquiera es discurso el de Iris Zavala, pues descentraliza y compromete laberintos, se ocupa del semblante, los fantasmas.
La labor amorosa de su literatura, especialmente la ensayística, estriba en la misma razón ética del psicoanálisis: hacerse responsable mediante una responsabilidad que nos libere de los estatutos y nos adentre en nuestras oscuras zonas de enigma, aquellas que si aún no han sido nombradas, encuentran alguna voz en sus tantos textos.
Iris Zavala es una pensadora y escritora prolífera. Su pudor no registre quizás su saber expansivo y desbordante. Su letra atraviesa el silencio, enmudece lo dicho, interroga desde los espacios más oblicuos, desdobla. Su inconsciente ríe, su escritura se ríe de sí. Zavala es la Electra subvertida, Teresa de Ávila, Juana de Asbaje, Antígona. Convoca un coro griego, a la Alicia de Lewis Carroll, es incisiva, despampanante, lacaniana y barroca.
Es difícil encontrar a una escritora que abra generosamente el espectro de los vínculos y las intersecciones del pensamiento a través de su poética y de la manera como encara sus historias. La delgada línea divisoria entre ficción y realidad casi se desvanece en su escritura. Iris Zavala es una pensadora descomunal que no ha perdido el colorido ni el tono que se llevó de Puerto Rico entre valijas.

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